Hay momentos donde me acerco y siento que me estalla la cabeza. Subir por una carretera angosta, rodeada de centenarios quejigos que apenas dejan pasar los rayos de sol, ver como el musgo inunda con la paciencia que se desplaza un caracol la cara norte de las piedras. Contemplar hasta llegar a un puerto donde los suelos se vuelven áridos y rocosos.
Estoy llegando a Montejaque a través de la MA-8403 a un ecosistema escondido que en la distancia y lo ignoto, resulta ser poca cosa. Eso sí, cuando detienes el coche y te asomas a la inmesidad del Tajón del Barbero que alberga la Cueva de Hundidero a sus pies y contemplas ese paisaje, ya nunca se te va a olvidar que estuviste allí.
Resulta curioso analizar la relación del hombre con el medio en aquel punto, donde lo primero que se observa es como, allá por 1924, la naturaleza frustró los intentos de quienes, entre Tavizna y Taviznilla, intentaron levantar la primera presa de bóveda moderna que hubiera en España.
El fracaso fue rotundo. La permeabilidad del terreno convirtió aquella obra en un homenaje a la falta de previsión.
Aquel monumento artificial se ha integrado en el paisaje y espera con paciencia convertirse en BIC de carácter industrial y en recurso turístico para la zona.
Nuestro caminar nos lleva por una pista forestal, dejando a nuestra derecha la Sierra de Montalate y el Hacho y a nuestra izquierda el Torcal de Romanaderos. Uno de esos espacios donde el karst se expresa de una forma caprichosa y desconocida. Un laberinto de carbonato cálcico que viene a dejarte en el Puerto de Gulfos, a los pies del Ventana, junto a los Llanos de María Paula y a la vista de los llanos del Pozuelo.
Sobrevuelan nuestras cabezas un buen número de buitres y necrófagas que encuentran en la actividad ganadera el recurso capital que necesitan para alimentarse.
Transitamos por el primer polje que nos encontramos a unos 900 metros de altura y por un camino que nos muestra tierra fértil a nuestra izquierda donde suele haber habas sembradas dependiendo del barbecho. A nuestra derecha vemos como se levantan los Canchos del Encerradero, Morales, Parauta, Hondón o El Fraile. A los pies de esas atalayas calizas un complejo de simas que hace bueno el dicho de los antiguos de “estas tierras están huecas”. La Sima de Manuel Pérez, Pozuelo I y Pozuelo II.
El desasosiego que pudiera provocar pensar en lo complejo de la orografía, las comunicaciones y la climatología desaparece cuando, en mitad del carril, junto a un precioso quejigo, cerramos los ojos y respiramos profundamente. Suenan las cogujadas montesinas desafiando al aire desde los postes de la alambrada. Más allá una bandada de chamarines se confunde con el caótico sonido de un verdecillo que va describiendo el paisaje desde la soledad de un majuelo que habita la era desde que el tiempo es tiempo.
Pasamos una angarilla y entramos en los Llanos del Baldío y en el Quejigal de la Sierra de Líbar. Un entramado de formas botánicas evocadoras que se entrelazan con aprovechamientos ganaderos y cochinos ibéricos que pacen a sus anchas allí.
A lo lejos vemos un par de hembras de ciervo acompañadas de las crías del año que se pierden en el espesor de La Tabarrera.
A través de los Llanos de la Cufría aterrizamos en la Fuente del Saucillo donde revolotean las currucas y algún arrendajo. Subimos por la ladera y nos vamos dejando a nuestra derecha el polje por antonomasia, los Llanos de Líbar.
En los 1150 metros se suaviza el paisaje y sobre la caliza aparecen los breves prados de tierra fértil de la Angarilla del Artezón. Una vez rebasada, la subida nos va llevando a través de un terreno escarpado dejando a nuestra izquierda la Majada del Cintón y a nuestra derecha el Hoyo del Tabaco.
Es precisamente en ese punto donde te encuentras la alambrada donde hace algunos años se estrelló de madrugada una avioneta, con dudoso cargamento, que según parece al entrar en la zona de Líbar se confió en la navegación e infravaloró el muro calizo que se levantaba a 1300 metros. No hubo supervivientes en el accidente, y aquel desastre hizo las delicias de arrieros que subían a la zona para hacer las veces de chatarreros e ir bajando el avión por piezas para venderlo al peso.
Son un conjunto de 6 pilas talladas a golpe de cincel en la misma roca caliza y un pilancón natural. Hasta este punto subían los arrieros hasta principios del siglo XX para verter aguas en estas pilas con el fin de que se congelara durante las heladas nocturnas. Al amanecer recogían el hielo cortándolo con palas.
La elección no resulta casual. Estamos probablemente en una de las zonas más frías y con más precipitaciones de toda la Serranía. Hay incluso serios estudios pluviométricos que definen la zona de la Sierra del Palo (término municipal de Benaoján) como la zona con mayor pluviometría de nuestro país. Ahí parece que la Sierra del Palo carda la lana y Grazalema carga la fama.
El agua con la que se llenaban las pilas procedía de la cercana Fuente del Saucillo o bien de la propia lluvia. Su uso principal era como refrigerante en las antiguas neveras pero también podían abastecer a los cercanos “Pozos de Nieve” ubicados en una depresión o dolina situada al este.
Nos sentamos a tomar un refrigerio mirando “la cara humana” (algunos la conocen como “Cara del Indio” o “Cara del Tunio”) que se levanta en el extremo de aquel torcal y que confiere al sitio la magia que pudieras echar de menos.
El poniente viene arrastrando nubes y grupo de chovas piquirrojas se precipita de una punta a otra de las laderas con su particular estruendo.
Nos hemos subido a la cuerda caliza que corona la “cara del Tunio” y terminamos de contemplar un paisaje que se pierde donde comienzan las tierras de labor de la provincia de Sevilla.
El poniente se vuelve brisa agradable a ratos y mi compañera de viaje se sube con cierta precaución a la zona todavía ancha de aquella mole cálcica y empieza a derivar su prudente caminar en movimientos rítmicos con sus brazos y piernas. Respira hondo tres veces y estalla en una carcajada honesta que resuena en mitad de la nada.
Aquello que sonó era el misterio de la felicidad sin motivos.
Era el sol penetrando dentro de un cuerpo.
Era el aire más limpio que nunca.
Era Sierra, luz y alegría.
Una humana sobre carbonato cálcico interpretando “La Danza de la Caliza”.
Bajamos por la Vereda de la Nieve hasta el Rancho de los Pocillos.
Nos esperaba un café, una conversación y una reflexión sobre aquello que habíamos visto, disfrutado y respirado. Nos esperaba un café para entender que era un patrimonio intangible y que nuestro deber era proteger aquel patrimonio de la peor cara de nuestra civilización y su desarrollo.
Por Chito @chitoronda